Ya hace fresco y en pocos días frío, por eso ya se sabe que
el par de pajaros por estos tiempos levantan el vuelo a tierras murcianas. En esta
ocasión teniamos por descubrir y poner la pica en tierras jumillanas, tierras
con cuerpo y color como su buen vino.
Pues nada, que antes de que levantase la madrugada posabamos
nuestra nave donde Dios nos encaminó y mientras nos ataviamos escuchamos ruidos
extraños; charla, buen ambiente, cazalla y café caliente con churros recién
hechos por nuestra llegada y homenaje. Con precios poulares y estomago
caliente, échale guindas al pavo.
Entonces se pone en marcha la locomotora rusa y ya se sabe
que la caldera no calienta hasta pasar los 50 kilómetros, de ahí nuestro nombre
que no límite kilométrico. Así será y destrozando piñones y maltratando platos
nos encontramos saltando montes y collados, bajando cuestas y machacando los
caminos.
A diez kilómetros de la llegada comienza la salsa
concentrada, una senda entre pinos, una subida a Santa Ana, santo lugar, otra
senda limpia y de libro, una subida al castillo sin doncella retenida y como
no, la peligrosa bajada de costumbre que susurra por nuestros huesos.
Triunfal llegada en marcha turística por el pueblo, saludos
y besos, abrazos a la reina de las fiestas y una arroba de vino por cabeza,
para mi caso arroba y media por lo tremendo de mi insusitado craneo.
Vuelta tranquila, sin prisas, que el día es largo y
provechoso. Gran día de bicicleta donde el mano a mado vuelve a las andadas,
que tú no puedes, pues yo tiro, mira esto y lo otro que por allá hemos pasado.
Pasamos por aca y por allá dejando tan sólo rastro de nuestro camino en la
memoria, Dios quiera no la pierda pues son ya muchos, son demasiados los
recuerdos que recordar.
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